El consumo sigue en picada y las tarjetas están detonadas
Un reciente estudio de la Fundación Pensar pinta un escenario inquietante para quienes todavía se reconocen como clase media: seis de cada diez argentinos consideran que su empleo apenas les permite subsistir, sin márgenes para ahorrar, invertir o proyectar un futuro distinto. Esa sensación —más que un dato episódico— se consolidó en los últimos meses y obliga a revisar no sólo estadísticas, sino el sentido mismo del ascenso social prometido por la educación y el trabajo.
El informe detecta un punto de quiebre: “algo ocurrió a mitad de año”, dice el documento. Desde entonces, la prudencia en el gasto fue sustituida por un estado de alerta que condiciona cada decisión de compra. El relevamiento muestra que el 63% de la población dejó de consumir productos o actividades habituales en el último mes para achicar gastos; la migración hacia segundas marcas y la postergación de servicios se volvieron moneda corriente, sobre todo entre quienes se ubican en la franja media-baja.
La investigación también revela una tensión cultural y simbólica que atraviesa la vida cotidiana: el consumo ya no es sólo utilidad, sino señal de estatus. El calzado, el teléfono o la posibilidad de tomarse vacaciones funcionan como indicadores visibles de una posición social que, para muchos, parece haberse deslizado. Esa disputa entre mantener lo conseguido y el temor a caer hacia abajo explica por qué ciertos consumos se vuelven sagrados: la cobertura médica privada encabeza la lista de lo que los argentinos buscan mantener a toda costa (28%), seguida por bienes y actividades vinculadas al ocio, la indumentaria y la compra de primeras marcas.
El ajuste no es neutro: 57% recortó salidas y esparcimiento, 38% redujo indumentaria y 26% abandonó compras de primeras marcas; también se acortaron suscripciones a plataformas (23%) y vacaciones (19%). Al mismo tiempo, la capacidad de financiamiento aparece desgastada: las tarjetas de crédito en los segmentos altos y medio-altos están “al límite” y en los sectores medios bajos están “detonadas”, lo que se traduce en una mora que ya se acerca a dos dígitos según el estudio.
El contraste entre percepción y cifras es otro dato político. Con el criterio de ingresos que utiliza la Fundación —entre $2.000.000 y $6.500.000 mensuales, equivalente a 2 a 5 canastas básicas totales— hay 7 millones de hogares dentro de la “clase media”, 8 millones en la clase baja y menos de 1 millón en la alta. Sin embargo, 29 millones de argentinos se identifican como clase media aunque sólo 20 millones cumplen con el umbral de ingresos. Ese desfase entre autopercepción y realidad económica habla de una narrativa social que aún se aferra al ideal del ascenso, pero que choca con un presente de deterioro.
Las generaciones también perciben la fractura: 41% considera que su situación es peor que la de sus padres; sólo el 27% cree estar mejor. Aunque cuatro de cada diez argentinos de clase media alcanzaron un nivel educativo superior al de sus progenitores, ese logro educativo no siempre se traduce en movilidad social efectiva. La educación dejó de ser, para muchos, un pasaporte seguro hacia mejores condiciones de vida.
¿De qué hablamos cuando hablamos de clase media? Más allá de las definiciones técnicas, la pregunta política es por las condiciones que hacen posible la reproducción de ese segmento: salarios reales en crecimiento, empleo estable y de calidad, acceso universal a servicios públicos, regulaciones que contengan precios esenciales y un sistema tributario que haga más equitativa la distribución del esfuerzo fiscal. Cuando estas condiciones se fragmentan, la “clase media” se empobrece en términos reales y simbólicos.
Para un país que históricamente sostuvo el mito de la movilidad por la educación y el trabajo, las conclusiones del estudio son una alarma: la promesa no se cumple. Y la respuesta no puede limitarse a paliativos individuales o a discursos que responsabilizan al consumo “irresponsable”. Se requieren políticas de envergadura: recomposición salarial con recuperación del poder adquisitivo, políticas activas de empleo y formación, protección real para quienes sostienen el sistema de salud privada y públicas robustas que suplanten la erosión de servicios, además de instrumentos financieros que no hipotequen el futuro de los hogares (créditos accesibles, control de tasas, programas de alivio de deudas).
En clave progresista, la salida implica volver a poner en el centro la redistribución y la inversión pública: aumentar la capacidad de compra de los salarios más populares, fortalecer el sistema público de salud y educación, diseñar políticas de precios y control sobre insumos básicos y construir estrategias de estímulo a la producción nacional que regeneren empleos de calidad. También exige discutir la arquitectura tributaria: progresividad impositiva que alivie la carga sobre el consumo popular y haga contribuir más a quienes más tienen.
El estudio de la Fundación Pensar confirma lo que se vive en los barrios: la clase media ya no ve el progreso como horizonte, sino como un recuerdo frágil. La pregunta que queda en la arena pública es si el país va a resignarse a esa pérdida o si dará vuelta la página mediante políticas que reconstruyan la confianza y las condiciones materiales para que la aspiración a mejorar deje de ser un mito y vuelva a ser una posibilidad concreta. Los datos, crudos, reclaman respuestas colectivas y una mirada que priorice justicia social por encima del ajuste.

