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Milei afila la motosierra: vetos a universidades, pediatría y ATN

El gobierno de Javier Milei abrió esta semana un nuevo capítulo en su ofensiva contra las políticas públicas: firmó vetos sucesivos a proyectos aprobados por el Congreso que buscaban recomponer recursos para universidades, el sistema pediátrico y el financiamiento federal a las provincias. La Casa Rosada remitió el veto a la ley de financiamiento universitario al Parlamento, argumentando que el proyecto presenta “deficiencias” en su financiamiento y compromete el equilibrio fiscal.

A la par, se oficializó el rechazo total a la emergencia sanitaria en pediatría —una norma orientada a garantizar fondos, salarios y la operatividad de centros de referencia como el Hospital Garrahan— mediante otro decreto que devuelve la iniciativa al Congreso para su eventual tratamiento. La administración justificó la medida en la misma clave fiscal, pero el efecto práctico es dejar sin herramientas a un sector que viene denunciando un colapso funcional.

Horas después, la Casa Rosada completó la trifecta: vetó también la ley que establecía la distribución automática de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN) entre las provincias, una norma concebida para aliviar desequilibrios fiscales territoriales y que, hasta hoy, era una de las pocas salidas para sostener gobernabilidad local frente a los recortes. Con la firma del decreto, el Ejecutivo frenó la aplicación de la norma y la envió al Senado.

Estas decisiones no son una contradicción menor del discurso oficial: llegan después de la derrota electoral del fin de semana en territorio bonaerense y del anuncio presidencial de que no cambiaría su programa, sino que lo “redoblaría”. En la práctica, la estrategia muestra sus límites: mientras el gobierno busca despegarse de consensos, el Parlamento y buena parte del país reclaman alivios concretos en educación, salud y coparticipación. El intento de seducir gobernadores con una “mesa federal” apenas congregó a tres mandatarios provinciales; al mismo tiempo, el Ejecutivo le aplicó la tijera a fondos que esos mismos gobernadores necesitan.

El resultado —más allá de los discursos sobre “orden fiscal”— es claro: debilitamiento de la gestión y reforzamiento de la percepción pública de que la política económica prioriza la reducción del gasto por sobre la preservación de servicios esenciales. En el campo internacional, el Fondo Monetario Internacional volvió a reafirmar su apoyo técnico y político al programa macroeconómico del gobierno, lo que complica aún más el cuadro: el aval externo funciona como espaldarazo para medidas de ajuste que, en el plano local, profundizan el conflicto social.

Las consecuencias sociales empiezan a percibirse con nitidez. Vetar la ley de financiamiento universitario implica negar una actualización presupuestaria que, según autoridades académicas, afecta salarios, becas y mantenimiento de la infraestructura. El rechazo a la emergencia pediátrica deja sin sostenimiento legal a demandas explícitas del sector salud infantil, mientras que el frenazo a la distribución automática de ATN recorta una herramienta que muchas provincias utilizan para enfrentar crisis y cubrir servicios básicos.

Políticamente, la estrategia de cierre de filas fiscal —y de confrontación con los reclamos sociales— parece aislar aún más a un gobierno que carece de mayoría legislativa. El Ejecutivo confía en que el argumento del “equilibrio fiscal” y el acompañamiento de organismos internacionales le den margen, pero cada veto profundiza la distancia con el Congreso y con sectores que hasta ahora habían tolerado parte de la agenda oficial. Las señales públicas de rechazo —marchas de estudiantes, advertencias de rectores y protestas del personal de salud— anuncian una escalada de tensión social si las medidas persisten.

La oposición y amplios sectores del campo académico y sanitario ya hablan de una “motosierra” presupuestaria que no distingue entre áreas: universidades, salud, jubilaciones y programas sociales figuran en la lista de recortes defendidos por el Ejecutivo. En ese marco, la pregunta que queda flotando es quién asumirá el costo político y social de sostener la ortodoxia fiscal cuando las instituciones esenciales del Estado empiezan a mostrar pérdida de capacidad operativa.

Si el objetivo del gobierno es reafirmar una política de mercado a cualquier costo, el mecanismo elegido —vetar leyes sancionadas con mayoría parlamentaria— evidencia una estrategia de aislamiento. Y si la intención es reconstruir confianza y gobernabilidad tras el revés electoral, el camino elegido contradice esa necesidad: las medidas empujan a un cierre político que puede terminar debilitando aún más la capacidad de aplicar políticas sostenibles.

La grieta se profundiza: por un lado, el Ejecutivo que promete disciplina fiscal y aval internacional; por otro, la comunidad universitaria, los trabajadores de la salud y las provincias que denuncian asfixia financiera y pérdida de autonomía. En el medio, la ciudadanía sufre los efectos concretos de decisiones que recortan lo que mantiene vivas las instituciones públicas. La pulseada que se abrió en el Congreso no será sólo legal: será un test sobre el tipo de país que las mayorías —en las urnas y en la calle— estarán dispuestas a tolerar.

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