En agosto volvió a caer el consumo masivo
El consumo masivo volvió a mostrar en agosto el impacto brutal del plan económico del gobierno de Javier Milei. Según el relevamiento de la consultora Scentia, las ventas cayeron un 1,9 por ciento respecto de julio, golpeando principalmente a los comercios de cercanía: kioscos, almacenes, farmacias y autoservicios, es decir, los espacios donde la mayoría de la población abastece sus hogares.
El contraste es evidente: mientras las cadenas de supermercados y el e-commerce registraron subas de 2,2 y 5,2 por ciento respectivamente, los pequeños comercios barriales —donde se compra la leche, la carne, el pan, lo indispensable para sobrevivir— se hundieron en rojo. En particular, kioscos y almacenes retrocedieron un 4,4 por ciento; los autoservicios, 2,2; y las farmacias, 2,6. Hasta los mayoristas, que suelen servir de refugio en tiempos de crisis, tuvieron una baja del 0,9.
El informe de la Universidad de Palermo confirma la misma tendencia: el consumo privado se redujo 3,2 por ciento en agosto frente a julio. Si bien la comparación interanual muestra un repunte del 5,5 por ciento, el dato clave es que el freno llegó tras dos meses de subas consecutivas. La señal es clara: el “rebote” post-crisis no alcanza para sostener los niveles de compra básicos.
El análisis de Gabriel Foglia, decano de la Facultad de Negocios de la UP, fue elocuente: “Agosto muestra ritmos distintos según el sector. Mientras autos y durables sostienen la expansión, en servicios y consumo masivo se advierten retrocesos”. Traducido: los sectores acomodados todavía pueden acceder a un cero kilómetro o a bienes suntuarios, pero los laburantes resignamos carne, frutas, leche y medicamentos para que el sueldo estire hasta fin de mes.
El telón de fondo es un 2024 devastador, con una caída de 15 por ciento en el consumo masivo. Aun con los números positivos acumulados en 2025 (1,2 por ciento), la recuperación está lejos de compensar semejante desplome. El Presupuesto 2026 que Milei envió al Congreso proyecta un crecimiento del 4,9 por ciento en el consumo, aunque incluso los analistas más optimistas dudan que eso suceda. Y, de cumplirse, no alcanzaría para recuperar el terreno perdido.
El problema no es técnico, sino político: bajo el eufemismo de “ajuste”, lo que se ejecuta es una transferencia sistemática de recursos desde los bolsillos populares hacia los grupos económicos concentrados que dominan la producción y el comercio. Se trata del mismo plan de primarización, desguace y saqueo que los monopolios vienen imponiendo, ahora con un gobierno que funciona como su ejecutor dócil.
Cuando se dice que “baja el consumo” no se habla de una estadística abstracta: son los litros de leche que los niños dejan de tomar, los kilos de carne que desaparecen de la mesa, los remedios que no se compran. Es el hambre que se pretende naturalizar como parte de la vida cotidiana.
Pero en paralelo, en cada esquina de los barrios, en los lugares de trabajo, en la bronca que se acumula contra este modelo, crece también el germen de la resistencia. Porque el ajuste no es una fatalidad económica, sino una decisión política que beneficia a los de arriba y empobrece a los de abajo. Y en esa disputa se juega, una vez más, el futuro del país.