Inflación: el repunte que vuelve a golpear al bolsillo
El INDEC registró en septiembre una suba del 2,1% —la más alta en cinco meses— que vuelve a poner en evidencia la fragilidad de la “moderación” oficial y el costo real del ajuste sobre los sectores populares.
La estadística que publicó el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) es tajante: el Índice de Precios al Consumidor (IPC) trepó 2,1% en septiembre, con un acumulado de 22% en lo que va del año y una variación interanual de 31,8%. El dato cortó la racha de meses con inflación por debajo del 2% y reavivó las dudas sobre la capacidad del Gobierno para anclar precios en un contexto de tensión cambiaria y electoral.
No se trata de una fraseologia técnica: detrás de esos porcentajes hay bolsillos que se vacían. En septiembre los mayores aumentos se concentraron en Vivienda, agua, electricidad y combustibles (3,1%), empujados por ajustes en alquileres y tarifas; Educación también subió 3,1% y Alimentos y bebidas no alcohólicas —rubros de peso para los hogares de menores ingresos— avanzó 1,9%. En distintas regiones, los servicios tuvieron la mayor incidencia, y en la Patagonia el impacto vino por transporte. Esos movimientos configuran una receta que pega más fuerte donde menos sobran ingresos.
La explicación oficial intenta anclar el fenómeno a “efectos puntuales” —ajustes tarifarios, traslados cambiarios— y a la estabilización reciente del tipo de cambio. Pero la realidad macro revela una fragilidad estructural: la economía sigue dependiendo de variables financieras y del humor de los mercados, que ya penalizaron a la Argentina tras la volatilidad post-electoral de la provincia de Buenos Aires. El dólar volvió a testear el techo de la banda cambiaria en septiembre y las señales financieras —caída de acciones y bonos— tensionan la posibilidad de que esos pases puntuales no terminen contagiando precios.
Las consultoras privadas, que dirimen de manera distinta la magnitud y el horizonte del problema, no son optimistas: EcoGo planteó escenarios en los que la inflación anual de 2025 podría cerrarse en torno al 34% si persisten las presiones cambiarias y tarifarias; otras consultoras, como LCG, advierten que la desaceleración observada en el primer semestre “parece haber encontrado su límite”. En criollo: la “moderación” es frágil y cualquier episodio de tensión puede reactivar una dinámica al alza.
¿Por qué importa esto políticamente? Porque la inflación no es sólo un número: es la bisagra por la que se mide la eficacia del plan económico y la que define —en la percepción social— si el ajuste favorece a la mayoría o a una minoría concentrada. El Gobierno necesita mostrar que domina los precios para sostener su narrativa; los datos de septiembre muestran que esa hegemonía es, cuando menos, endeble. Además, la dependencia de instrumentos externos (acuerdos con organismos internacionales, swaps, etc.) y la sensibilidad de la economía a los movimientos del dólar convierten cada episodio de volatilidad en una amenaza directa a los ingresos reales de la población.
En la práctica, la aceleración de precios empuja a los sectores populares hacia una doble trampa: la pérdida de poder adquisitivo frente a incrementos de alimentos y servicios, y el endurecimiento del ajuste como receta para “tranquilizar” a los mercados. Esa ecuación ya mostró sus costos en los meses previos: caída del consumo, precarización laboral y retroceso en indicadores sociales que, aunque no se ven en un boletín técnico, se palpan en las góndolas, en las escuelas y en los barrios.
Mientras tanto, las expectativas juegan su propio capítulo: si el tipo de cambio vuelve a presionarse, si las tarifas o alquileres sufren nuevos saltos, o si la contienda política se recrudece con vistas al 26 de octubre, no será extraño ver otra suba mensual que termine por borrar lo recuperado por los sectores más vulnerables. Esa es la advertencia que hoy hacen economistas y organizaciones sociales: la disputa no es sólo por porcentajes, es por quién soporta la carga del ajuste.
La salida exige, por un lado, medidas que protejan los ingresos populares —con controles sobre los aumentos de precios de la canasta básica, regulación de alquileres y sostenimiento de ingresos— y, por el otro, un debate público sobre el modelo que se quiere: ¿seguir apostando a una economía financiera y primarizada, dependiente de señales externas y de la confianza de inversores, o avanzar hacia políticas que prioricen industria, trabajo y distribución? La estadística de septiembre debería obligar a poner esas preguntas en el centro del debate público.
El informe del INDEC no es una mera cifra: es una luz roja. Quien diseñe políticas desde la responsabilidad real con la mayoría —y no desde la sumisión a los mercados— deberá demostrarlo con medidas concretas que frenen la pérdida de salario real y anclen expectativas. De lo contrario, la inflación seguirá siendo el termómetro más cruel de una herida económica que no termina de cicatrizar.