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Acuerdo comercial con EE.UU. para mirar con lupa

En una nueva etapa del alineamiento sin matices entre la Argentina de Javier Milei y la Casa Blanca, el gobierno nacional anunció esta semana un marco de acuerdo comercial con Estados Unidos que, lejos de fortalecer la soberanía y la industria local, abre de par en par nuestros mercados a la producción yanqui y entrega herramientas clave de regulación y control al capital extranjero. El anuncio, difundido por la Casa Blanca y por las oficinas comerciales estadounidenses, formaliza lo que muchos ya venían denunciando: una política de subordinación económica cuyos efectos pegarán, sobre todo, en el mundo del trabajo, la producción nacional y la autonomía regulatoria del Estado.

El documento presentado por Washington, denominado “Marco para un Acuerdo sobre Comercio e Inversión Recíprocos”, no es un tratado de cooperación entre pares sino un menú de concesiones pensadas para resolver las urgencias de los sectores industriales y agropecuarios norteamericanos. Entre sus puntos más salientes figura la promesa de acceso preferencial para las exportaciones de bienes de Estados Unidos: medicamentos, productos químicos, maquinarias, tecnologías de la información, dispositivos médicos, automotores y una amplia gama de productos agrícolas ingresarían al mercado argentino con menores barreras arancelarias y administrativas.

Más grave aún que la mera reducción de aranceles es la armonización regulatoria que propone el marco: el acuerdo plantea que productos aprobados en Estados Unidos bajo sus normas podrán recibir reconocimiento preferente en Argentina, lo que de hecho trasladaría a instancias foráneas —y no a los organismos públicos argentinos— la decisión sobre salubridad, seguridad y estándares técnicos. Esa lógica condiciona la capacidad del Estado de ejercer control soberano sobre la calidad de lo que comemos, usamos y consumimos.

La apertura alcanza con especial intensidad al sector agropecuario: el marco incluye compromisos de permitir el ingreso de ganado bovino vivo estadounidense, la autorización dentro de un año de aves de corral y facilidades para la importación de carnes y lácteos sin exigir registros de instalaciones. En un país que supo articular buena parte de su soberanía política sobre la base de la producción agroexportadora, la perspectiva de importar vacas, pollos y cerdos es la imagen más cruda de una relación que invierte la lógica de desarrollo y consolida la dependencia.

El acuerdo no esquiva otros intereses estratégicos: incluye cooperación para facilitar la inversión y el comercio de minerales críticos, una categoría donde el litio figura como prioridad evidente. También contempla mecanismos para “estabilizar” mercados globales como el de la soja —mensaje claro para permitir mayor espacio a la soja estadounidense— y compromisos de “combatir prácticas no mercantiles” de terceros países, una frase que, en el contexto geopolítico actual, suena a medida dirigida contra socios alternativos como China.

Para los trabajadores argentinos esto significa, en los hechos, más precarización y pérdida de empleo industrial y rural. La entrada masiva de bienes subsidiados o con ventajas regulatorias mina la competitividad de las pymes y de los empleos locales; al mismo tiempo, la posibilidad de que las reglas de comercio digital y de transferencia de datos reconozcan jurisdicción estadounidense debilita la protección sobre los datos personales y la capacidad del Estado para normar plataformas y servicios digitales.

El anuncio llega después de meses de medidas que ya habían ido marcando la subordinación: condicionalidades del FMI, gestos de puertas abiertas a capitales extranjeros y una política exterior cada vez más alineada con Washington. Para las fuerzas populares y el movimiento sindical, esta nueva etapa es parte de una estrategia integral: “abrir para que entren inversiones”, pero a costa de ceder soberanía, desmontar protecciones laborales y desmantelar instrumentos de política industrial que aún subsisten. Los sectores concentrados y los grandes capitales transnacionales, desde la banca hasta las corporaciones agroindustriales, son los principales beneficiarios de un esquema pensado en sus términos.

Frente a este panorama, la alternativa no es cerrar las puertas al mundo ni renegar del intercambio global, sino construir relaciones comerciales que respeten la autonomía nacional, la protección de la producción y el empleo, y el control democrático sobre los estándares sanitarios, ambientales y laborales. La integración debe ser un instrumento de desarrollo, no un atajo hacia la recolonización económica: negociar inversión con cláusulas claras de transferencia tecnológica, exigencias sobre empleo local, y salvaguardias que protejan a las pymes y a la agricultura familiar.

Ni eludir la verdad ni naturalizar la entrega: el acuerdo anunciado —y la forma en que fue celebrado por las oficinas de Washington— muestran que la Casa Rosada, hoy, parece actuar más como una sucursal que como una sede de gobierno con mandato popular. La política económica y diplomática requiere otro rumbo, uno que ponga en el centro a las mayorías y no a los capitales concentrados que buscan nuevos mercados para colocar su producción y apropiarse de recursos estratégicos. La discusión pública y la movilización social serán claves para evitar que la firma de un papel se transforme en la lápida de la soberanía económica argentina.

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