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¡Mi amiguita rubia!

En el pueblo vivía una niña rubia y tostada por el sol. En su boca tenía sangre y brillo de luna y sus ojos eran muy chiquitos, con puntitos de oro y verdor… Dos largas trenzas que le llegaban a los pies, un vestido rojo con motas blancas…, una flor en el pelo y las manos cortadas de lavar ropas de sus hermanos en las aguas de la vega… Su padre era un pobre jornalero que estaba reumático por el trabajo y la humedad, y la madre, que tenía treinta años, representaba cincuenta a causa de las penas y de la fecundidad de sus entrañas…

Y entonces iba la nena a mi casa a suplicar que, por amor de Dios, que el ama que estaba criando a mi hermano fuera a su casa para que su niño mamara un rato, porque si no iba a morirse de hambre. Mi madre ordenaba que fuera inmediatamente, y cuando el ama llegaba y se ponía al niño en sus rodillas, mientras sacabas sus grandes tetas blancas con venas azules, el rorro suspiraba anhelante, riendo y llorando. Como esto pasaba con mucha frecuencia, yo hice una gran amistad con la niña, y por las tardes iba a su casa para llevarles limosnas de mi madre, para ver el manantial que tenían en el corral y recoger chinas blancas que había en su fondo de cristal… ¡Me daba más compasión ver aquella casa toda de negruras y suciedad!… El suelo era de tierra y el techo de cañas… Los únicos muebles que poseían eran una mesa de alas, unas cuantas sillas desvencijadas, un velón oxidado y un cuadro muy grande la Virgen, que estaba entre nubes de plomo y que la humedad y el polvo llegaba a aquel antro de miseria y honradez, la madre, con los pelos tiesos y desgreñados, se levantaba como un espectro y limpiándose la boca me besaba con un temor… Aquella mártir de la vida y del trabajo tenía una suavidad en la voz y un mirar tan dulce que era menester ser como los perros rabiosos para no compadecer y llorar su calvario… Aquella mujer cuyo vientre había guardado tantas vidas, para luego verlas morir de hambre y de miseria, aquella santa, destrozada por un hombre y sacrificada por sus hijos, era tan grande, tan augusta y tan resignada, que yo tenía  delante de ella temor por su figura y amor por su vida de dolores… Muchas veces me decía: “Niño, mañana no vengas, porque nos lavaremos la ropa”… Y yo no iba. ¡Qué tragedias tan hondas y tan calladas! No podía ir porque estaban desnudas y ateridas de frío, lavándose sus harapos, los únicos que tenían… Por eso, cuando volvía a mi casa y miraba al ropero, cargado de ropas limpias y fragantes, sentía gran inquietud y un peso frío en el corazón…

Por mucho tiempo que pase, por muchas cosas que pasen por mi alma, nunca se borrará de mi alma la figura de la madre aquella. Los huesos rompiéndole las ropas y su mirar de más allá…, sobre todo su mirar, serán en mi recuerdo eterno, por ser la primera impresión  trágica que tuve de la miseria… En Andalucía, en sus pueblos cargados de olor y sonido, todas las mujeres pobres mueren de lo mismo, de dar vidas y más vidas. Los hogares pobres de los pueblos son nidales de sufrimiento y vergüenzas. Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vida de dolor. Yo protesto contra ese  abandono del obrero del campo… Yo lo siento y mi alma se llena de amarguras… Cuántas veces…, cuántas veces he visto yo un entierro de una madre con el niño entre sus piernas, muertos ambos de miseria y falta de asistencia… Cuántos niños que se mueren de suciedad y de abandono… Los entierros que de pequeño me entusiasmaban por sus cajas blancas y sus gasas y flores hoy los veo pasar y cierro los ojo espantado, porque dentro de aquel cuerpo frío ¿Quién sabe que corazón habría? Los niños de los pueblos se mueren mucho, unos por falta de alimento y otros por exceso de trabajo… Todos estos recuerdos tristes vienen a mí al pensar en la casa de mi amiguita rubia, que todos los años nacía uno y se moría otro…

Mi amiguita rubia no ha mucho que la vi… y casi rompí a llorar… porque en sus ojos hay ya la expresión de su madre y caminaba con dos niños, uno mamando y otro descalzo, cogido de su mano. ¡Ay mi amiguita rubia! Tú serás como tu madre. Tus hijas serán como tú. Y cuando pienso esto, caigo en un caos espiritual.

                                                                                                                             Federico García Lorca

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