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¿A Trump lo traicionó el inconsciente o fue un sincericidio?

El abrazo entre Javier Milei y Donald Trump fue, más que una foto para la galería, la formalización de una advertencia: la generosidad norteamericana no es caridad, es inversión política con condiciones. En la reunión celebrada ayer en la Casa Blanca, Trump dejó explícito que el sostén de Washington a la Argentina —materializado en instrumentos financieros y gestos diplomáticos— dependerá del resultado electoral del 26 de octubre. “Si Milei gana, estaremos cerca; si no, nos vamos”, sintetizó el mensaje que inquietó a mercados y ciudadanos por igual.

La operación estadounidense incluye además medidas concretas: Washington ya activó una línea de swaps por 20.000 millones de dólares para apuntalar al peso y contener la crisis cambiaria que atraviesa el país. Ese instrumento, lejos de ser un acto de altruismo, aparece como la contrapartida financiera de una alianza política: respaldo económico a cambio de continuidad del plan de desregulación, apertura y primarización que impulsa el oficialismo.

El tono del encuentro y las voces que lo acompañaron —desde el secretario del Tesoro Scott Bessent hasta el secretario de Estado presente en la mesa— no dejaron lugar a equívocos: la ayuda estadounidense está pensada para sostener un proyecto político concreto en la región y para desplazar otras influencias, sobre todo la china. Bessent no hizo rodeos al decir que “no vamos a ignorar a nuestros aliados”, y la Casa Blanca exigió distanciamiento de acuerdos estratégicos con Pekín, en una lectura que remite al viejo tablero geopolítico del hemisferio.

La respuesta fue inmediata en los mercados: la bolsa y los bonos argentinos registraron fuertes vaivenes tras las declaraciones, y la percepción de que la ayuda está atada a un resultado político disparó nerviosismo entre inversores. Analistas advierten que, más allá del alivio momentáneo por el swap, la dependencia externa agrava la fragilidad estructural de la economía y convierte cada elección en una variable sistémica.

¿Qué significa esto para la soberanía y el proyecto de país? En términos simples: que la política económica argentina —y, por ende, la vida cotidiana de millones— queda a merced de un tablero internacional donde Washington mete la mano. La condicionalidad abierta por Trump traduce la vieja lógica del “patio trasero”: la inversión y el apoyo no se otorgan por afinidad democrática ni por interés real en el desarrollo local, sino para garantizar que se mantengan políticas favorables al capital concentrado, a la primarización de la economía y a la exportación de recursos y tecnología.

En la Argentina de hoy ese condicionamiento tiene efectos políticos internos previsibles: obliga al gobierno a sostener una línea dura de ajuste —pública y notoriamente impopular— y abre la puerta a maniobras para asegurar la “continuidad” en las urnas. La súbita escalada de asistencia financiera no neutraliza, sino que potencia, el conflicto político: el apoyo externo puede dar oxígeno temporal al proyecto oficial, pero lo hace dependiente de su capacidad para retener poder político. Eso explica, además, por qué desde el oficialismo se apresuraron a minimizar el temor en los mercados con comunicados y tuits; la fragilidad del esquema es evidente y la incertidumbre, persistente. Aunque desde la delegación argentina se trató de imponer la idea de que Trump no dijo lo que dijo, lo cierto es que Trump dijo lo que dijo, y así lo tomó el mercado y el mundo de las finanzas.

Las voces que salieron a denunciar la injerencia no son retóricas: dirigentes opositores y analistas señalan que el gesto de la Casa Blanca vulnera normas elementales de no intervención y pone en jaque el principio de autodeterminación política. Al mismo tiempo, el texto de la política internacional estadounidense -que prioriza el reordenamiento de alianzas frente a China y la búsqueda de acceso a materias primas estratégicas- confirma que aquello que se vende como “apoyo” es en realidad una operación geoeconómica.

Queda claro además que la “estabilidad” vendida por el apoyo externo no equivale a equidad ni desarrollo. Los instrumentos con los que se pretende sostener la cotización del peso y calmar a los mercados suelen venir atados a exigencias de apertura, desregulación y entrega de soberanía económica que no resuelven las causas estructurales de la pobreza ni la pérdida de industria. En ese sentido, el rescate es paliativo político más que solución económica.

Frente a este escenario, la tarea urgente que levantan sectores populares y sindicales es doble: evitar que la política económica se decida fuera del país y garantizar que la ciudadanía pueda expresarse libremente en las urnas. Si la Casa Blanca condiciona su compromiso a un resultado electoral, la única respuesta democrática sensata es profundizar la movilización social, la organización territorial y el control ciudadano para evitar que decisiones estratégicas se tomen por interés foráneo o por el capricho de gobiernos que intercambian soberanía por apoyo financiero.

La lección es cruda: la “ayuda” que llega con apretón de manos suele tener letra chica. En la Argentina que necesita reconstruir industria, empleo y tejido social, aceptar la tutela incondicional de potencias externas es un atajo peligroso que podría hipotecar el futuro. En estas horas, la política nacional se juega en dos frentes: en la pelea por el voto popular y en la defensa soberana del derecho a decidir qué modelo de país queremos. La Argentina no puede transformarse en una dependencia aliada a cambio de un swap; la discusión debe ser abierta, pública y con la participación del pueblo.

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