Editorial: es imperioso defender los glaciares
La reforma propuesta a la Ley de Glaciares no es un debate técnico: es una decisión política que define a quién servimos. A través del gobierno de Javier Milei, las multinacionales mineras pretenden vaciar las protecciones legales que salvaguardan nuestras reservas de agua dulce, para abrirle paso a proyectos extractivos en zonas periglaciares. El resultado, si prospera, será la mercantilización de lo esencial y el empobrecimiento del futuro de millones.
Los glaciares son mucho más que postales turísticas: funcionan como “torres de agua” que liberan caudales en estaciones secas, sostienen ríos que abastecen poblaciones, la agricultura y centrales hidroeléctricas; reflejan radiación solar ayudando a regular el clima; y conservan archivos climáticos únicos. Más de dos mil millones de personas dependen de sistemas glaciares en el mundo. Su retroceso acelera la sequía, altera ecosistemas, provoca inundaciones y eleva el nivel del mar. Perderlos sería perder memoria, reservas y capacidad de respuesta frente al clima.
La iniciativa que impulsa la Casa Rosada propone delegar a las provincias la definición de qué áreas periglaciares merecen protección. Detrás de esa propuesta no hay federalismo genuino, sino la estrategia clásica del saqueo: fragmentar la soberanía para facilitar la negociación individualizada con empresas como Glencore o Barrick. Al atomizar la decisión, se crea una carrera por concesiones que beneficiará a los megaproyectos y dañará comunidades locales, ambientes frágiles y bienes comunes de alcance nacional.
La excusa del “desarrollo” y la inversión esconde un interés claro: habilitar proyectos de cobre, oro y plata en territorios hoy protegidos. La presión empresarial, resumida en demandas por “resolver” la cuestión de los glaciares, muestra que no se trata de solucionar un vacío legal sino de ajustar la ley a la medida del extractivismo. El costo lo pagaremos todos: menos caudales, contaminación por relaves, pérdida de ecosistemas y fractura social y económica regional.
Este proyecto tiene además una dimensión política: es coherente con un plan más amplio de primarización y subordinación a capitales transnacionales que ya se observa en otras áreas de la gestión. Privatizar decisiones ambientales y priorizar ganancias inmediatas frente a la protección de recursos estratégicos, empobrece el concepto mismo de soberanía. El agua, en particular, no puede quedar sujeta a negociaciones de corto plazo ni a balances contables que ignoran generaciones futuras.
Frente a esto, la tarea es clara: defender la Ley de Glaciares como un instrumento de interés público, fortalecer su aplicación y elevar los estándares de protección. No alcanza con decir que cada provincia tendrá la palabra: se requieren normas nacionales inviolables, sistemas de monitoreo independiente y participación comunitaria efectiva. Además, cualquier evaluación de impacto debe ser pública, rigurosa y vinculante, con mecanismos de acceso a la información y reparación en caso de daño.
Defender los glaciares no es un capricho: es defender la vida. Quienes proponen abrir estas zonas a la megaminería apuestan a un modelo de ganancias privadas y pérdidas públicas. Los representantes progresistas y el movimiento obrero tienen la obligación moral y política de confrontar ese proyecto y proponer alternativas productivas sostenibles que prioricen la soberanía hídrica y la justicia social.
Si permitimos que el Estado recorte las protecciones para satisfacer a los monopolios, estaremos hipotecando el derecho al agua de las próximas generaciones. Defender hoy los glaciares es defender el derecho a un futuro. No hay patriotismo posible que no pase por proteger nuestras fuentes de vida frente al despojo. Movilizar, sostener la lucha judicial y exigir medidas políticas y sociales, es una urgente necesidad que no admite demoras.

