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Editorial: Legado

En una época marcada por la violencia simbólica, el desprecio por el otro y el ensalzamiento del egoísmo como virtud, conviene detenerse un momento a pensar qué figuras encarnan valores que pueden ayudarnos a reconstruir el tejido social dañado.

El papa Francisco, con su mensaje de fraternidad, humildad y justicia social, se convirtió en un faro ético, no solo para los católicos, sino para todos aquellos que creen en la dignidad humana. Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio levantó la voz por los más pobres, ha interpelado a los poderosos del mundo, ha denunciado sin titubeos las injusticias económicas y ha defendido el planeta frente al avance de un modelo depredador.

Su prédica por el diálogo, la inclusión y la paz contrastó de forma brutal con el clima de confrontación y odio que impulsa el presidente Javier Milei. Mientras Francisco llamaba a “construir puentes y no muros”, Milei levanta trincheras discursivas cada vez más profundas. No se trata de una diferencia menor ni de un matiz ideológico: hablamos de dos visiones del mundo diametralmente opuestas.

Francisco llamaba a abrazar al hermano que piensa distinto, a contener al caído, a cuidar a los más débiles. Milei, por el contrario, celebra el darwinismo social, denigra a quienes disienten, insulta a dirigentes sociales, artistas, periodistas, gobernadores y hasta a sus propios aliados políticos, cuando osan cuestionarlo. El suyo es un proyecto sin empatía, que se jacta de “hacer sufrir” a quienes no comulgan con su credo libertario.

En sus encíclicas y discursos, el Papa hablaba una y otra vez de la necesidad de una economía que no mate, que no expulse, que no descarte. Milei, sin embargo, basa su gobierno en la destrucción del Estado, en el ajuste brutal que empobrece a millones y en una narrativa que celebra al mercado como si fuera un dios indiscutible. Y lo hace, además, con una virulencia que busca humillar y no persuadir. En vez de liderar con compasión, lidera con furia. En vez de sanar, hiere.

Fue preocupante, además, cómo el presidente argentino despreció abiertamente al Papa, lo caricaturizó, lo acusó de comunista y lo responsabilizó de los males del país.

En este contexto, el legado de Francisco se vuelve más necesario que nunca: su ética del cuidado, su llamado a la unidad en la diversidad, su crítica valiente al sistema económico que mata. Frente a la prédica del odio, la palabra de Francisco seguirá siendo un bálsamo moral. Y quizás, también, una guía para encontrar un rumbo más humano

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