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La inflación en alimentos se disparó en agosto

La cifra oficial de inflación —esa que el Gobierno exhibe cada mes con pulcritud estadística— no cuenta toda la película: omite el escenario donde compran millones de trabajadores, donde se congela el consumo y se resignan comidas. Un relevamiento barrial que mide precios en comercios de cercanía del Conurbano bonaerense vuelve a poner en evidencia esa distancia. Allí, mientras el índice nacional muestra señales de moderación, los productos de almacén en los barrios populares treparon con fuerza en agosto y empujan a las familias a ajustar en lo más básico: la alimentación.

El Índice Barrial de Precios (IBP) del ISEPCI —una encuesta periódica que releva 57 productos en negocios de barrio para construir una Canasta Básica Alimentaria “desde abajo”— registró en agosto un salto notable en el rubro almacén (más de seis puntos porcentuales), mientras que verdulerías y carnicerías mostraron descensos mensuales condicionados por la estacionalidad y, sobre todo, por una caída del consumo. Ese cuadro genera una ilusión estadística: la baja de verduras y carnes modera el promedio, pero no significa que las familias mejoren su alimentación; al contrario: muchas directamente dejan de comprar.

Esa contradicción entre promedios y realidades es central para entender por qué “la inflación” oficial puede leerse como estable y, al mismo tiempo, convivir con hogares que retroceden en su canasta. El INDEC publica el IPC con una metodología válida para medir la evolución general de los precios, pero su promedio nacional diluye variaciones fuertes por zona geográfica, tipo de comercio y canasta concreta de los sectores populares. El IBP funciona como un espejo complementario: muestra la fotografía de los que consumen en almacenes de barrio, carnicerías y verdulerías del conurbano, donde los aumentos y las lógicas de consumo difieren notablemente del comercio masivo o del promedio urbano.

El efecto en los bolsillos es brutal y medible. El propio relevamiento barrial —que además mantiene series históricas— recuerda cuánto cuestan los alimentos mínimamente necesarios para una familia tipo y cómo ese costo se expandió en 12 meses. Datos que estaban en las tablas públicas del IBP muestran que la Canasta Básica Alimentaria para un hogar tipo saltó fuertemente en el último año, obligando a sumar decenas de miles de pesos al presupuesto familiar sólo para no caer por debajo de la línea de la pobreza. Ese traslado de precios a la vida cotidiana no aparece con la misma nitidez si uno se limita a un índice generalista.

La consecuencia política y social de ese deterioro es clara y cruda: los hogares recortan cantidades y calidad. El informe barrial advierte que la “estabilidad” entre dos meses puede esconder un patrón peor: se sustituyen carnes y verduras por productos de menor valor nutricional —galletitas, farináceos baratos— y se prioriza garantizar una comida diaria antes que una alimentación adecuada. Esa dinámica erosiona la seguridad alimentaria y empuja a las familias hacia dietas con menos proteínas y micronutrientes, con efectos que repercutirán en salud y escolaridad si no se revierten.

El contraste entre lo que necesitan las familias y lo que pagan los salarios se agrava en la relación con el Salario Mínimo, Vital y Móvil. El SMVM vigente para agosto de 2025 quedó fijado en torno de los $322.000, una cifra que, aun sumando dos ingresos en el hogar, alcanza a cubrir apenas una fracción de la Canasta Básica Total necesaria para no caer por debajo de la línea de pobreza. El diagnóstico es implacable: mientras los precios de los alimentos se mueven al ritmo de aumentos superiores al promedio en rubros claves, los ingresos reales permanecen rezagados.

Más allá de los números, la lectura periodística exigente obliga a mirar causales y actores. La caída del consumo que explica en parte las bajas mensuales en carnicería y verdulería no es un signo de “abundancia” sino de exclusión: los cortes más caros dejan de entrar en las heladeras y se desplaza la demanda hacia productos más baratos. Al mismo tiempo, la inflación acumulada en lácteos, harinas y algunos productos de almacén -los que marcan el pulso de la dieta popular-pulveriza salarios y prestaciones sociales. En ese escenario la política económica y las decisiones sobre índices y canastas no son neutras: condicionan quiénes comen y quiénes recortan.

La salida no es técnica solamente: requiere decisiones redistributivas y medidas de control sobre precios y acceso. Desde programas de provisión directa en barrios hasta políticas que fortalezcan la compra pública y la red de abastecimiento local, las respuestas deben apuntar a restituir poder de compra y a garantizar la nutrición de los sectores más golpeados. Mientras tanto, el relato oficial de “moderación inflacionaria” corre el riesgo de naturalizar una doble lectura: promedios que aparentan calma mientras millones empujan su carrito con menos productos y peor calidad.

Si las cifras oficiales no se complementan con índices que capten la realidad barrial, el Gobierno seguirá midiendo una economía que, en los barrios, ya perdió mucha capacidad de compra y dignidad alimentaria. La evidencia del IBP no es una curiosidad académica: es la alarma que claman las ollas populares, las escuelas y los comedores. Ignorarla es condenar a seguir midiendo un país que come menos.

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