Milei insiste con el desfinanciamiento universitario
El Gobierno volvió a poner sobre la mesa la fórmula que ya conocen las universidades: “no hay plata”. Pero detrás de esa explicación técnica -la que repiten con solemnidad funcionarios y voceros oficiales- se esconde otra decisión política más profunda: el diseño de un país en el que la educación pública deja de ser un instrumento para la movilidad social y la formación de capacidades nacionales, y pasa a ser prescindible para un modelo económico pensado para la primarización y la concentración.
La discusión tuvo un capítulo concreto esta semana en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, donde el secretario de Educación, Carlos Torrendell, y el subsecretario de Políticas Universitarias, Alejandro Álvarez, expusieron los lineamientos del área en el marco del proyecto de Presupuesto 2026. La presentación —dirigida por el diputado libertario Alberto (Bertie) Benegas Lynch— no sólo sirvió para defender la gestión oficial: fue la ratificación pública de que el Ejecutivo no aplicará la ley de financiamiento universitario tal como la sancionó el Congreso.
“No podemos cumplir cosas de imposible cumplimiento”, dijo Álvarez en la comisión, para justificar la negativa de la Casa Rosada a instrumentar la norma que el propio Parlamento insistió por amplia mayoría tras el veto presidencial. Con esa frase —que resume la receta oficial— el Gobierno instaló el argumento técnico que, en los hechos, habilita una decisión política: acotar recursos, condicionar la ejecución y fijar prioridades sobre la base del criterio de rentabilidad económica inmediata, no del interés social.
La secuencia legislativa es conocida: el Ejecutivo vetó la ley de financiamiento universitario alegando falta de fuentes claras de financiamiento; el Congreso rechazó ese veto en ambas cámaras y la insistencia quedó firme. Aun así, desde la presentación del Presupuesto 2026 los funcionarios explicitaron que no aplicarán la ley en los términos votados por el Parlamento. Es decir: el Poder Ejecutivo elige desoír una decisión legislativa para mantener lo que considera el equilibrio fiscal de su plan.
Desde la tribuna oficial se multiplicaron las jerigonzas habituales: denuncias a “grupos corporativos ideológicos” que, según Torrendell, habrían vaciado al Estado de capacidades profesionales, o promesas de una “visión articulada al servicio de las personas y de la sociedad”. Es un doble movimiento retórico: por un lado, la crítica a supuestos vicios del pasado —en particular al kirchnerismo, al que el secretario señaló como responsable del “ajuste” que supuestamente no habría existido—; por otro, la relectura de la gestión actual como la única posible en tiempos de “responsabilidad fiscal”.
Lo que no dijo el Gobierno —y resulta central para entender la decisión— es que la limitación presupuestaria no es sólo una cuestión de “ingresos insuficientes”: es una decisión sobre qué tipo de país se quiere promover. Si la universidad pública deja de ser prioridad, si su financiamiento queda subordinado a estrategias de corto plazo que privilegian exportaciones primarias y concentración productiva, entonces la propia vigencia del sistema universitario queda en riesgo. En ese proyecto, la educación superior que forma profesionales, genera investigación y sostiene capacidades productivas soberanas se vuelve un gasto prescindible. La consecuencia es una suerte de primarización por omisión.
La resolución del Ejecutivo —ratificada en la exposición ante Diputados— tampoco soslaya el costo político: miles de docentes, nodocentes y estudiantes que reclamaron la sanción e insistencia de la ley, miran ahora la decisión oficial como una afrenta a la soberanía legislativa y a la autonomía universitaria. La posibilidad de un “aumento real” del presupuesto (según fuentes ministeriales) queda lejos de la recomposición integral que propone la ley vetada y que obtuvo la mayoría parlamentaria.
El subsecretario Álvarez, además, hizo una declaración destinada a contener las preocupaciones sobre persecuciones políticas en los claustros: prometió “postura muy fuerte para evitar persecución política en los claustros” y advirtió contra presiones de autoridades sobre estudiantes. Que el Gobierno sume esta promesa a su argumentario no borra la tensión: desfinanciar y, a la vez, reclamar “paz” académica suena —cuando menos— contradictorio. Quienes viven cotidianamente la Universidad saben que la garantía material (salarios, becas, funcionamiento) es, en la práctica, la primera defensa contra la precarización política y laboral.
La ecuación queda clara: ajustes, vetos y condicionamientos discursivos avanzan seguramente más rápido cuando se dispone de la narrativa y del respaldo institucional necesarios. Pero la decisión política de no aplicar una ley que el Congreso reafirmó por mayoría plantea una grieta democrática: ¿puede un Ejecutivo desconocer una voluntad legislativa argumentando “imposible cumplimiento”, o esa postura revela, más bien, que la prioridad estratégica es otra?
Frente a esa duda, la respuesta vendrá de la movilización social y de la capacidad del sistema universitario para hacer visible que su financiamiento no es un capricho corporativo, sino una inversión pública esencial para la soberanía científica, tecnológica y cultural del país. Mientras tanto, la Argentina que se ensaya desde el Gobierno de los monopolios y la ortodoxia fiscal apuesta por una economía más primaria y menos transformadora: y en ese diseño, las universidades —como decía alguien en la sala de la Comisión— “sobran”.
La discusión no terminó en Diputados: será caldo de cultivo para más debates, movilizaciones y —si las fuerzas sociales y políticas lo logran— nuevas definiciones que pongan la universidad en el centro de la conversación pública. Pero por ahora, la consigna oficial es la misma: “no hay plata”. Y la decisión, profundamente política, avanza.

