No alcanza: los jubilados necesitan seguir trabajando
La entrega progresiva del salario y del tiempo de vida a las grandes corporaciones tiene una cara visible y dolorosa: cada vez más jubilados se ven obligados a trabajar para llegar a fin de mes. Los registros oficiales muestran que quienes cobran una jubilación y continúan en actividad pasaron de 176.153 en 2010 a 433.525 en junio de 2025 —y esa cifra sólo incluye a los que figuran en blanco—. Si se suman quienes lo hacen en la informalidad, el total alcanza cerca de un millón de jubilados trabajadores.
El fenómeno no es anecdótico ni es un “esfuerzo personal” aislado: es el resultado del deterioro sostenido de los haberes y de la estructura económica que, mediante políticas y prácticas empresariales, empuja a millones a prolongar la explotación más allá de la edad jubilatoria. “La reforma previsional y la extensión de la edad jubilatoria se están imponiendo de hecho”, señalan organizaciones de jubilados y sindicatos que vienen denunciando esta tendencia en las plazas y en el Congreso.
Según los índices oficiales de la Seguridad Social, entre 2015 y junio de 2025 la cantidad de jubilados que trabajan creció un 60%. Del universo registrado (433.525), la distribución revela la precarización laboral que atraviesa este colectivo: 89.531 trabajan en relación de dependencia, 33.596 lo hacen en Casas Particulares, 87.533 son autónomos y 211.865 figuran como monotributistas.
Precisamente los monotributistas fueron los que mostraron la mayor expansión en la última década: pasaron de 122.356 en 2015 a 212.865 en junio de 2025, un aumento del 74%. Ese cambio no es neutro: la substitución de empleos en relación de dependencia por regímenes de falsa autonomía —una tendencia que muchos analistas denominan “reforma laboral de hecho”— reduce derechos, estabilidad y aportes, y descarga riesgos sobre los trabajadores, ahora incluidos los jubilados.
¿Por qué siguen trabajando los jubilados?
La respuesta es, en gran parte, económica. Los datos oficiales sobre haberes mínimos siguen muy por detrás de la canasta de consumo mínima: en noviembre los jubilados y pensionados con haberes mínimos cobraron $ 333.085,39 + $70.000 de bono; la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM) quedó en $ 266.468,35 + $70.000; y las Pensiones No Contributivas (PNC) por invalidez y vejez en $ 233.159,77 + $70.000. Frente al aumento sostenido de alquileres, servicios, medicamentos y alimentos, esos montos resultan manifiestamente insuficientes para garantizar una vida digna.
El efecto es doble: por un lado, se produce una transferencia directa de ingresos desde los bolsillos populares hacia las ganancias privadas —lo que algunos sectores empresariales celebran como “flexibilización”—; por otro, se obliga a quienes deberían estar en retiro a aceptar trabajos mal pagos, no relacionados con la trayectoria laboral previa, insalubres (vigilancia nocturna, cuidado informal, changas) y con jornadas que erosionan su salud y reducen su expectativa de vida.
Según datos del INDEC, la tasa de empleo de la población en edad jubilatoria fue del 17,1% en 2024, lo que representó 1.070.030 personas ocupadas. Hoy esa cifra es superior y, además, revela que los jubilados de menores recursos son los más perjudicados: terminan en empleos sin vínculo con su profesión previa, en tareas precarias o peligrosas, o en microemprendimientos sin protección social.
La expansión de la informalidad en los empleos que ocupan jubilados pone en evidencia una doble estrategia: por un lado, la reducción de costos patronales y laborales mediante la proliferación de “monotributistas”; por otro, el aprovechamiento de la necesidad de ingresos adicionales de quienes cobran haberes insuficientes. Para muchas empresas —y para actores de poder económico que promocionan cambios estructurales— resulta conveniente que la fuerza de trabajo sea más barata y menos exigente en derechos: la precariedad se transforma en política económica de facto.
Frente a esta realidad, los jubilados salieron a la calle: los reclamos en el Congreso se repiten los miércoles, así como frente a la Quinta Presidencial de Olivos, con demandas claras por haberes dignos, por la defensa del sistema previsional público y por sanciones a las prácticas empresariales que precarizan el trabajo. Según denuncian las organizaciones, la respuesta del Gobierno en algunos episodios fue la represión, una señal preocupante del tratamiento que se da a las protestas sociales que cuestionan el modelo económico.
Las voces de las organizaciones señalan también a influencias externas: en su relato crítico, la creciente informalización y la tendencia a “trabajar más y jubilarnos menos” responderían a intereses transnacionales y a cámaras empresarias como la AmCham —que, en su visión, promueven reformas laborales y previsionales que benefician la reproducción de ganancias concentradas a costa de la vida de las mayorías.
¿Qué reclaman los jubilados y qué debería hacerse?
Los reclamos son sencillos y urgentes: actualización real de los haberes por encima de la inflación, garantía de una jubilación que cubra vivienda, salud y alimentación; políticas que frenen la conversión de empleos en relación de dependencia a “monotributo” o falsas formas de contratación; y el fortalecimiento del sistema previsional público como mecanismo de redistribución y justicia social.
En clave progresista, el problema no es sólo técnico: es político. La drástica suba de jubilados trabajadores es la manifestación más cruda de un modelo que prioriza la ganancia por sobre la protección social. Revertirlo exige voluntad política para poner límites a la concentración económica, fortalecer los derechos laborales y garantizar que jubilar no signifique empobrecerse.
Mientras tanto, millones de argentinas y argentinos mayores siguen dando la doble jornada: contribuyen con décadas de trabajo y ahora, en el ocaso de sus vidas, vuelven a la calle y a la changa para sobrevivir. Y frente a eso, la pregunta que queda flotando es clara: ¿vamos a aceptar que la jubilación sea una mera formalidad o vamos a defenderla como un derecho social inalienable?

