Nos seguimos achicando: el consumo se retrajo un 16,7% en septiembre
La foto es brutal y el diagnóstico, sencillo: no hay industria, no hay producción, no hay trabajo, no hay consumo. En el marco de la cada vez más abierta y declarada guerra económica que llevan adelante los grandes grupos concentrados, septiembre dejó cifras que confirman que la economía doméstica vuelve a entrar en recesión por la vía del empobrecimiento masivo y la pérdida de poder adquisitivo. Las estadísticas de Scanntech y CAME —dos termómetros complementarios del consumo— muestran una retracción simultánea y generalizada que no admite maquillajes: el ajuste se come la demanda y la calle lo paga con menor venta y más cierre de comercios.
Según el relevamiento de Scanntech, que procesa millones de tickets y sigue la evolución del consumo en autoservicios del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), los almacenes vendieron en septiembre un 12,5% menos que en septiembre de 2024 y un 16,7% menos que en agosto. En el promedio nacional que registra la misma serie, el consumo cayó 6,3% interanual y 7,9% respecto del mes anterior, cifras que dan cuenta de una caída tanto estructural como de estacionalidad invertida: la retracción no es un bache aislado, es una tendencia.
La foto de la pequeña y mediana empresa es parecido: la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) reportó que las ventas minoristas pyme cayeron 4,2% en septiembre en términos interanuales, con una retracción mensual de 2%. El golpe fue transversal, pero con ganadores y perdedores claros: el rubro textil quedó pegado al peor tramo de la curva, con una caída promedio de 10,9%, mientras que otros rubros como bazar y muebles también sufrieron fuertes retrocesos. La lectura de CAME es contundente: el consumo no se recupera y la pérdida de poder adquisitivo, la incertidumbre y el crédito caro siguen acotando la demanda.
Detrás de los números hay una política: no se trata solo del derrumbe de la confianza o de factores cíclicos. Es la consecuencia de medidas económicas —ajustes, apertura indiscriminada a importaciones, desmontes de políticas de protección y una transferencia constante de ingresos hacia el capital financiero— que actúan como una tijera sobre salario y consumo. Los monopolios empujan precios e inflan márgenes mientras la masa consumidora se achica. Resultado: los locales cierran, los depósitos se llenan de stock y la rueda del mercado se detiene.
La retracción es homogénea y severa: desde kioscos y autoservicios hasta indumentaria y electrodomésticos, la caída en las ventas no respeta segmentos ni geografías. El AMBA, epicentro de consumo, muestra con más nitidez la interna: comercios barriales y pymes registran cifras de dos dígitos en caída mensual, lo que anticipa problemas más profundos en la cadena de pagos y en el empleo del sector comercial y de servicios.
Los efectos sociales ya se sienten. Menos ventas significa más presión sobre los trabajadores pyme —que son los que sostienen el entramado productivo local— y sobre las condiciones laborales: jornadas fragmentadas, salarios atrasados y mayor precarización. La consigna de los grandes grupos económicos es simple y despiadada: reducir el mercado interno para aumentar la tasa de ganancia vía ajuste, concentración y apertura de la economía. El Estado, en muchos casos, actúa como facilitador: con políticas de austeridad, incentivos a la financiarización y una apertura de importaciones sin contrapartidas productivas, se debilita aún más la demanda agregada.
Frente a este escenario la respuesta oficial es, cuando menos, insuficiente. Mientras el Gobierno pregona la “libertad de mercado” como receta milagrosa, el resto comprueba que el resultado es mayor desempleo, caída del salario real y cierre de emprendimientos. No se sustituyen dólares con consumo: se sustituyen fábricas por importaciones, puestos de trabajo por líneas de ensamblado en el extranjero y capacidad productiva por renta financiera.
¿Qué se puede hacer? Las recetas no son misteriosas: recomponer salarios, activar políticas de sostén al consumo popular (transferencias directas, tarjetas para alimentos, congelamiento de tarifas en sectores clave), proteger la industria nacional mediante cuidados en la apertura comercial y reorientar la política fiscal para estimular la demanda son medidas urgentes. Pero ninguna de esas políticas será adoptada si la orientación económica sigue siendo la de favorecer a los grupos concentrados que hoy celebran la retracción, porque les permite disciplinar costos y absorber a la competencia.
La caída de septiembre —confirmada por Scanntech y CAME— debería encender todas las alarmas: no se trata de estadísticas que pasan; se trata de familias, comercios de barrio y empleos que se pierden. El enfrentamiento aquí no es entre “mercado” y “Estado” en abstracto, sino entre los intereses de una elite que acumula y extrae recursos y la inmensa mayoría que trabaja y consume. Si se sigue por la vía actual, la economía seguirá siendo una maqueta para inversores mientras se desarma la vida cotidiana de millones.
En pocas palabras: las cifras no mintieron. La guerra económica de los monopolios está erosionando el consumo y destruyendo tejido productivo. La pregunta que queda es política: ¿quién va a pagar la factura? Si no hay cambios de rumbo y políticas que pongan a la patria primero, será el pueblo trabajador el que termine pagando el costo más alto.