Paro universitario contra el desfinanciamiento
En medio de un panorama de recorte sistemático del Estado y desfinanciamiento de las áreas estratégicas del desarrollo nacional, las universidades públicas vuelven a protagonizar una semana clave de movilización. Desde hoy y hasta el 6 de diciembre, la Conadu Histórica impulsa una nueva medida de fuerza en reclamo de la aplicación inmediata de la Ley de Financiamiento Universitario, aprobada por ambas cámaras del Congreso y desoída por el gobierno de Javier Milei, decidido a profundizar el ajuste sobre el sistema científico y educativo del país.
El conflicto no es nuevo, pero sí se agrava. Tras el veto presidencial a la ley —posteriormente ratificada por Diputados y Senadores—, el Poder Ejecutivo se niega a instrumentar los recursos que garantizan el funcionamiento básico de las universidades nacionales y los salarios de sus trabajadores. La norma, impulsada por un amplio arco político, establece un piso de financiamiento para evitar que el funcionamiento universitario dependa del humor del gobierno de turno o de medidas discrecionales que socaven la autonomía y la planificación académica.
Sin embargo, en un contexto donde el oficialismo insiste en justificar cada recorte con el mantra de la “falta de fondos”, la educación superior volvió a transformarse en objetivo central de la motosierra. Lo que para el gobierno aparece como un gasto prescindible, para el sistema universitario es una amenaza directa a su continuidad. De acuerdo con el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), que nuclea a los rectores de todo el país, “la situación salarial de las y los trabajadores de la educación superior y presupuestaria del sistema universitario es cada vez más grave”. No se trata solo de salarios por debajo de la línea de pobreza, sino de laboratorios que no pueden reponer insumos, comedores estudiantiles que funcionan al límite y carreras enteras sometidas a un deterioro acelerado.
El escenario revela dos modelos de país en tensión. De un lado, el proyecto que Milei encarna con crudeza: la subordinación absoluta a los monopolios extranjeros —especialmente los ligados al capital financiero y tecnológico estadounidense— y la reducción del Estado a su mínima expresión, incluso si eso implica condenar a la Argentina al atraso científico, tecnológico e industrial. En esa lógica, las universidades no son una inversión estratégica, sino un obstáculo para la doctrina del mercado como único ordenador social.
Del otro lado, miles de docentes, estudiantes, nodocentes e investigadores que defienden no solo su ámbito de trabajo y estudio, sino una concepción de país basada en la soberanía y en la producción de conocimiento propio. Las universidades públicas argentinas han sido, históricamente, un pilar del desarrollo nacional, desde la formación de profesionales en salud hasta la creación de tecnologías aplicadas a la industria, la energía, el agro y la infraestructura. Allí donde la motosierra ve gastos, la sociedad reconoce derechos, futuro y capacidad de transformar la realidad.
La disputa es más profunda que un desacuerdo presupuestario: es la disputa por el sentido mismo del desarrollo nacional. La consigna que vuelve a escucharse en las asambleas y marchas —“sin industria no hay universidad”— expone un diagnóstico compartido. La ciencia y la tecnología se desarrollan o se desmantelan según el modelo productivo que organice el país. Para un proyecto que apuesta a la primarización, la apertura irrestricta y la dependencia, la universidad pública es prescindible. Para un país que quiera ser algo más que un proveedor de materias primas, es indispensable.
La resistencia universitaria, lejos de agotarse, se consolida. A las jornadas de paro se suman clases públicas, radios abiertas, debates, movilizaciones federales y articulación con sindicatos, centros de estudiantes y organizaciones sociales. La unidad lograda en las masivas movilizaciones de este año vuelve a ser un punto de apoyo fundamental para enfrentar un ajuste que no distingue entre estudiantes becados, investigadoras con años de trayectoria o trabajadores que sostienen los servicios básicos de cada facultad.
Lo que está en juego no es solo el presupuesto: es el derecho a estudiar, enseñar, investigar y producir conocimiento en un país que, pese a las crisis cíclicas, siempre encontró en su universidad pública un motor de ascenso social y autonomía tecnológica. El avance del desguace no será detenido sin organización, sin movilización y sin un proyecto alternativo que dispute el sentido común que el gobierno intenta imponer.
Frente a un gobierno que se alinea con los intereses de los monopolios y vacía el Estado, las universidades, una vez más, se transforman en una trinchera de defensa democrática. La semana de lucha que comienza no solo interpela al poder político, sino a toda la sociedad: el futuro argentino se juega también en las aulas, los laboratorios y los campus que hoy pelean por seguir abiertos.

