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Peligroso ataque del Gobierno y la Justicia a la libertad de prensa

Vivimos en una Argentina de los giros inesperados o más bien, de los giros previsibles pero no deseados. De un gobierno autotitulado «libertario» se comienzan a ver cada vez más manotazos de ahogado peligrosamente autoritarios. En medio del tsunami de las coimas de ANDIS, donde aparecen sospechados encumbrados dirigentes del Gobierno, como única respuesta tratan de matar al «cartero», sin desmentir una coma del contenido de las «cartas». En un giro que varios analistas califican de autoritario y desmesurado, el Gobierno nacional buscó blindar a su núcleo duro ante la avalancha de audios que sacuden a la Casa Rosada: presentó denuncias penales por supuesta “operación de inteligencia” y pidió allanamientos contra periodistas y un medio que difundió las filtraciones. A la vez, un juez civil dictó una cautelar que prohíbe la difusión de las grabaciones atribuidas a Karina Milei, en una medida que sectores del periodismo y organizaciones de derechos humanos ya denunciaron como censura previa.

La maniobra oficial se precipitó después de que en las últimas semanas circularan audios en los que Diego Spagnuolo —ex funcionario de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS)— describe un esquema de supuestos pagos ilegales y menciona a la secretaria general de la Presidencia. Frente a ese escenario, la ministra de Seguridad salió a la prensa para denunciar una “maniobra golpista” y atribuir la filtración a vinculaciones con servicios de inteligencia extranjeros (ruso, venezolano); desde su despacho se pidió, además, el allanamiento de las viviendas y de los estudios del canal que compartió los archivos. El episodio aceleró la crisis política cuando el gobierno atraviesa dificultades económicas y está a pocos días de comicios provinciales y municipales.

La denuncia que motorizó la ofensiva fue firmada por un colaborador cercano a la ministra y revalidada públicamente por el propio presidente, y por sorteo el expediente terminó en despachos de Comodoro Py que vienen siendo observados por la oposición. El trámite judicial incluyó un pedido para que no se difundan los audios —no solo los identificados con la hermana presidencial sino de “funcionarios y exfuncionarios”, en términos amplios— y la solicitud de allanamientos alcanzó a periodistas y a la emisora que publicó las grabaciones. Para muchos juristas y comunicadores, la respuesta del Estado no buscó tanto probar la autoría del presunto hecho delictivo como acallar la circulación de información incómoda.

El juez que ordenó la cautelar contra la difusión es objeto, a su vez, de cuestionamientos públicos: expertos constitucionalistas y entrevistas periodísticas recordaron denuncias previas en su contra, lo que sumó suspicacias sobre la celeridad y alcance de la medida. La resolución, difundida por la vocería presidencial, exige el cese de la difusión “por cualquier medio” y fue celebrada por el oficialismo como una vindicación de la “privacidad institucional”; para críticos y organizaciones de prensa, se trata de un precedente grave que restringe el derecho de la sociedad a estar informada.

La reacción del campo periodístico y gremial fue inmediata y dura. El Sindicato de Prensa de Buenos Aires (SiPreBA) denunció la “criminalización” del trabajo de los reporteros y recordó que los allanamientos y requisas sobre materiales periodísticos vulneran la protección constitucional de la fuente y la investigación. A su vez, organizaciones como FOPEA señalaron que la cautelar configura “censura previa” y alertaron por la “gravedad institucional” que suponen los pedidos de intervención a medios y profesionales. Incluso voces que no suelen alinearse con la oposición al gobierno se expresaron en contra del avance judicial y administrativo contra periodistas.

En el plano político, el episodio suma leña a un fuego que ya ardía: la oposición habló de deriva autoritaria y referentes de distintos partidos —desde el bloque de Unión por la Patria hasta referentes de la UCR— calificaron las acciones como un “ataque a la libertad de prensa” y un intento de disciplinamiento político en vísperas del calendario electoral. Por su parte, el oficialismo insiste en presentar el caso como una operación de desestabilización que involucra actores internacionales y a “sectores que buscan condicionar” los comicios. El choque de interpretaciones no sólo profundiza la polarización: coloca a la prensa y al Poder Judicial en el centro de una disputa que excede el hecho puntual de las filtraciones.

Es necesario subrayar dos límites: primero, el origen y la veracidad plena de los audios siguen siendo materia de investigación judicial —hasta tanto haya peritajes públicos no puede afirmarse sin reservas su autenticidad—; segundo, toda respuesta del Estado frente a supuestos delitos de espionaje o violación de la privacidad debe ser proporcional y respetar garantías mínimas del sistema democrático, entre ellas la libertad de expresión y el derecho a la información. En este episodio, la balanza se inclinó claramente hacia medidas que silencian antes de probar.

En definitiva, lo que está en juego no es sólo un escándalo de corrupción —que también lo es— sino la forma en que el poder responde cuando está acorralado: con transparencia y cooperación judicial, o con intentos de neutralizar a quienes informan. En democracia, la respuesta institucional adecuada pasa por investigar con rigor las acusaciones, preservar las garantías de los imputados y, al mismo tiempo, garantizar que la sociedad conozca los hechos relevantes para el debate público. Silenciar, intimidar y judicializar a la prensa no es una salida política: es un atajo peligroso que achica los límites de la convivencia republicana justo cuando más deberían ampliarse.

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