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Los servicios públicos tuvieron un aumento exponencial

La política de “sinceramiento tarifario” impulsada por el Gobierno nacional desde diciembre de 2023 no fue un ajuste técnico: fue una reconfiguración social. En menos de dos años la canasta de servicios públicos para los hogares del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) —que agrupa electricidad, gas, agua y transporte— se multiplicó por seis: acumuló un aumento del 514% entre diciembre de 2023 y octubre de 2025. El dato, que surge del Observatorio de Tarifas y Subsidios del IIEP (UBA-CONICET), desnuda que el ajuste fiscal se trasladó de modo directo al bolsillo de las familias.

Los números, fríos y contundentes, trazan la radiografía del impacto: el gas natural lideró la escalada con un aumento del 913%, seguido por transporte (852%), agua (376%) y energía eléctrica (228%). Para dimensionar: un hogar de clase media que en noviembre de 2023 destinaba unos $50.000 mensuales a estos servicios hoy enfrenta boletas que rondan los $300.000, según los cálculos del Observatorio. Esa transferencia de carga hacia los usuarios explica buena parte de la sensación cotidiana de “no alcanzar a fin de mes”.

La comparación con la evolución general de precios es aún más ilustrativa: mientras las tarifas crecieron más del 500% en el período, el nivel general de precios —medido por el INDEC— acumuló cerca de un 171% en el mismo lapso. Es decir: los aumentos regulados superaron por amplio margen la inflación, convirtiendo a los servicios en un capítulo mucho más agresivo del ajuste que atraviesa la economía.

El ajuste se tradujo además en una caída concreta de los subsidios: en lo que va del año los apoyos a la energía y al transporte sumaron alrededor de $6 billones, pero representaron una reducción significativa respecto de 2024 —un recorte que el Observatorio cuantifica como parte del proceso de desmonte de la protección pública sobre tarifas—. El nuevo esquema concentra la mayor parte del “costo real” sobre los usuarios del AMBA, mientras que persisten líneas de subsidio directo hacia los sectores más postergados, sobre todo aquellas asistencias que cubren medidores comunitarios en villas y asentamientos. Esa dualidad —castigar a las mayorías medias y preservar un auxilio fragmentado para sectores informales— profundiza la fragmentación social.

Pese a la brutal suba acumulada, los datos muestran una desaceleración del ritmo en 2025: la canasta de servicios subió 21% en lo que va del año, frente a una inflación que ronda el 24% acumulada hasta octubre. En la comparación interanual (octubre 2024–octubre 2025), los servicios aumentaron 26% mientras que el índice de precios general marcó cerca del 31%. Esa moderación relativa no es, sin embargo, consuelo: después de un primer año de subas que definieron la base de comparación, cualquier “freno” parcial llega sobre una presión tarifaria ya instalada y sobre hogares que vienen perdiendo capacidad de compra.

El perfil distributivo del ajuste es, quizás, lo más preocupante desde el punto de vista político y social. Según el informe del IIEP, en promedio los hogares del AMBA pagan hoy —directa o indirectamente— alrededor del 50% del costo real de los servicios, pero esa proporción no es homogénea: los sectores medios afrontan casi la totalidad del aumento, mientras que los de menores recursos mantienen una alta participación de subsidios en electricidad y gas, en muchos casos a través de mecanismos asistenciales (medidores comunitarios abonados por gobiernos provinciales o porteños). El resultado es perverso: una clase media comprimida entre la caída real de ingresos y cargas tarifarias que erosionan su consumo y horizontes.

El relato oficial presenta el proceso como un “sinceramiento” necesario para restablecer precios por debajo de costo y ordenar las cuentas públicas. La realidad es otra: la política tarifaria funcionó como palanca del ajuste fiscal, liberando recursos para el equilibrio de corto plazo a costa de la capacidad de pago de millones de hogares. Asimismo, la concentración de beneficios fiscales en la reducción de subsidios no parece haberse traducido en mejoras palpables en infraestructura o calidad del servicio: las quejas por cortes, falta de inversión en redes y la presión sobre el transporte público son parte de la cotidianeidad. Medir únicamente la corrección de precios sin políticas compensatorias integrales es, en la práctica, una transferencia regresiva.

Política y economía bailan juntas: la puesta en marcha de la reforma tarifaria coincidió con metas fiscales exigentes y con una estrategia que priorizó la reducción del déficit aparente. Pero la política tarifaria no puede pensarse al margen del salario real, el empleo y la recomposición de puestos de trabajo. Sin ingresos que acompañen, las tarifas se comen el presupuesto familiar y generan tensiones sociales que ya asoman en reclamos, protestas y demandas judiciales. La contrapartida exige políticas públicas: cuadros tarifarios diferenciales vinculados a la capacidad de pago real, inversión en eficiencia energética, programas focalizados de alivio para sectores medios vulnerables y un plan de mejora de servicios que justifique los aumentos.

La disputa que abre este proceso no es sólo técnica: es de modelo. ¿Se pretende que el funcionamiento de los servicios públicos sea la variable de ajuste para las cuentas del día a día, o se reclama una política pública que combine sostenibilidad fiscal con equidad social y planificación de largo plazo? La respuesta que el Gobierno viene entregando ha sido, hasta ahora, clara: priorizar el desmonte de subsidios y trasladar el ajuste al consumidor. Las consecuencias sociales -fragmentación, pérdida de poder adquisitivo y erosión de la legitimidad estatal- son ya parte de la factura que la sociedad está pagando.

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