Política

Democracia, el mejor gobierno para todos

Han pasado 40 años desde la instauración del gobierno democrático en la Argentina. A los mayores, todavía nos cuesta adaptarnos a la vida sin los sobresaltos de las intervenciones militares, irrespetuosas de las opiniones y de los intereses de la ciudadanía. Y es de suponer que para los más jóvenes sea impensable que algunos decidan por los millones de habitantes de un país, cuál es el mejor gobierno para todos.

Para los que creemos firmemente en la democracia, es intolerable que el interés de unos pocos esté por encima de la mayoría. Estamos los que pensamos que la voz de todos, “la voz del pueblo”, es la que debe prevalecer, aunque, lo sabemos, hay quienes no estarán de acuerdo con ello. Habrá los que crean que la “gente” no sabe pensar, que puede ser llevada de las orejas por diversos cantos de sirenas provenientes de las profundidades del mar o de la inmensidad de los cielos, pero un auténtico pensamiento democrático debería obligarnos siempre a respetar las opiniones mayoritarias, aunque no sean similares a las de alguno de los otros y, justamente, deberíamos valorar, más que nada, el pensamiento de las mayorías, antes que las opiniones propias.

Cierto es que no es nada fácil aceptar que triunfen las ideas que no nos pertenecen, y tampoco es sencillo aceptar livianamente que los equivocados podemos ser nosotros mismos, y que nuestras opiniones y visiones no se correspondan con la realidad y que la forma de ver las cosas desentone con la de los otros, los ajenos. Pero es así, la democracia verdadera nos obliga a pensar que nuestras opiniones, nuestras percepciones, no están por encima de las de los demás, y que, a pesar de que como profesionales de las palabras sabemos muy bien todo el peso que tiene la forma de expresar el pensamiento, y que la insistencia con que se hacen escuchar o leer las opiniones pueden tener un peso determinado sobre la opinión generalizada, bien vale la pena aceptar las reglas del juego democrático. Debemos adaptarnos a él con la mayor lealtad posible, intentar conocer todas las reglas de aquel juego y expresar de la mejor forma y consistencia nuestro pensamiento, para que las verdades supuestas, repetidas una y mil veces, no pesen más que las verdades que nosotros consideramos valederas.


Después de todo, quién puede saber dónde reside la mejor conveniencia para el grueso de la población y, acaso: ¿no será mejor el error subsanable con mayor democracia, que la mentira sostenida con todo el peso de la fuerza?

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